Olor a tabaco

No acostumbro a relacionarme con gente. Ya no. Antes, era un tipo bastante sociable. Demasiado. Ahora, con mi comportamiento sociópata es imposible. No obstante, a veces, tengo debilidades. Tal vez sea por la conversación, tal vez, sólo por el sexo, sexo en compañía. Anoche, salí a dar una vuelta. Dejé la casa lista para que, si lograba traer una presa, estuviese presentable. Hacía mucho frío. Entré en uno de los primeros locales que encontré. Es más agradable abordar este tipo de situaciones cuando vas arropado en grupo, pero a veces, tienes que intentarlo en solitario.
Un poco de baile, una conversación adecuada, la chica apropiada, el local acertado. Todo sobre ruedas. Dijo que su nombre era Ana. Era atractiva, muy atractiva. Estaba orgulloso por lo bien que estaba saliendo todo. Además, aceptó acompañarme a mi casa.
Una vez dentro de mi hogar, tras restregarnos mutuamente nuestras ganas de sexo, Ana fue un momento al servicio. Mientras volvía, yo encendí la tele. No me gusta esta espera, pero hay prioridades y la higiene es una de las mías, al menos hoy. Así me encuentro ahora, esperando que salga del cuarto de baño mi noche de sexo.
—Oye, guapo, casi te acabo el papel higiénico.—Ana sale del servicio con un pitillo encendido en la mano.
—Pero, ¿qué coño haces?—No soporto el olor a tabaco. Y, joder, no quiero que llenen mi casa de esa puta pestilencia.
—¿Qué hago? ¿Pues nada? ¿Por qué?—
—¿Por qué cojones fumas? ¿Quién coño te dio permiso, puta de mierda?—Sé que, en ocasiones, no me controlo. Ahora, es una de ellas.
Ana coge su abrigo y se va con un portazo que me incomoda. Son las tres y media de la madrugada. Vuelvo a encender el televisor. Creo que esta noche no habrá sexo, no con acompañante. En VH1, suena Simple Minds, un temazo: "Don't You, Forget (About Me)".—Don't you forget about me. Don't, don't, don't, don't, don't, you forget about me. Will you stand above me? Look my way, never love me. Rain keeps falling, rain keeps falling down, down, down. Will you recognise me? Call my name or walk on by. Rain keeps falling, rain keeps falling down, down, down, down. Hey, hey, hey, hey Ohhhh.....

Materia muerta

Son las cuatro de la mañana. Me acaban de comunicar que el anciano al que saqué del mar ha muerto. Estoy sorprendido. Parecía recuperado. Hace dos horas, me dijeron que había complicaciones. Por lo visto, un fallo cardio-respiratorio le ha causado la muerte. Era un vagabundo. Estaba en la zona del Millennium por su cercanía con la Cocina Económica. Nadie llorará su pérdida, eso creo. Pero a mí, me duele. Por una vez, me duele. Me veo reflejado en él. Además, me impliqué en su rescate. Deseaba que no muriese.
De todos modos, ¿qué es la muerte? ¿Cuándo se supone que algo muere? Me niego a aceptar que todas las células de ese anciano estén ya muertas. También me niego a aceptar que sus células no interactúan e interactuaban con las que forman lo que llamamos aire, con las de su ropa o con las del agua del mar. Al nivel más bajo de la composición de la materia, hablando de quarks y de leptones, no creo que el paisano deje de existir. Tal vez, en nuestra noción simplista de vida y muerte, esté ahora en la muerte. Esta reflexión me lleva a pensar que, quizás, yo no esté actuando tan mal. Al fin y al cabo, no mato, sólo hago pequeñas modificaciones, ni siquiera afecto a los neutrinos (¿alguien puede?).

Tempestad

Salgo a caminar un poco. Tengo que airear mis ideas. Es diciembre y hace frío, mucho frío. Al menos no llueve. Mientras recorro las calles del Agra, puedo ampararme en cierta medida del viento, huracanado. No hay soportales, pero parece que los edificios me protegen del vendaval. Poco a poco, me doy cuenta de que no es sólo un azote de aire, se trata de una tempestad en toda regla. Avanzo con dificultad. Quiero ir al Paseo Marítimo, aunque no creo que sea una idea acertada. Como decía, tengo que airear mis ideas.
En la orilla del mar, el viento es una fuerza incontrolada. Casi me tira. Apenas hay gente paseando. Es tarde, las ocho y media calculo. Ya es de noche y con esta tempestad hay que tener muchas ganas de pasear para caminar por donde yo camino. Comparten mi soledad algunos atletas aficcionados, como yo en otras ocasiones, y algunos ancianos que no perdonan su caminata diaria.
Unos metros alejado del Millennium, diviso a un viejo cerca del borde del mar. Está en las rocas, algo muy peligroso en un día como hoy. Parece que está orinando, aunque no veo muy bien porque el viento frío hace que me lloren los ojos. Me acerco a su altura, pero por la parte peatonal, separado por la barandilla de las rocas y de las olas, que amenazan al señor con golpes imprevisibles. Dicho y hecho. Una ola lo derriba. Cae por la roca y entra en el mar. Mierda. Se supone que una persona decente haría lo posible para salvarle. Yo apenas estoy sobrio. Además, mi pasado no se mide por las buenas obras.
No sé cómo ni por qué, pero estoy en el mar, nadando hacia un anciano desconocido que flota a merced de las olas. Está inconsciente y afortunadamente, boca arriba. Yo me despojé del anorak y los tenis antes de tirarme al agua.
Tras luchar con el oleaje durante unos cinco minutos, alcanzo al viejo. No sé cómo actuar. Creo que lo correcto es mantener la cabeza del desconocido fuera del agua. Lo consigo con mucha dificultad mientras avanzo hasta la orilla. Muy complicado. Me cuesta sobremanera, pero, tras el esfuerzo, topo con la roca. Poso al anciano en ella. Primero la cabeza. luego le subo hasta la cintura. Me incorporo con muchos problemas sobre la roca. Una vez arriba, arrastro al accidentado agarrándole por los hombros. Si supiese rezar, rezaría para que otra ola no nos devolviese a los dos de nuevo al mar.
Ya estoy en la acera. Yo y el viejo. Le reanimo, pero no parece mejorar. Tendría que hacerle el boca a boca, pero me niego. La casualidad se alía con nosotros: una ambulancia pasa por el Paseo Marítimo y se para al vernos. Iba con las luces puestas, directa a acudir para resolver una emergencia. Un enfermero baja e intenta reanimar al señor. El otro, desde el vehículo, anula el servicio anterior e informa de la nueva situación. Los de la Cruz Roja sí le hacen el boca a boca. Parece que el anciano se recupera. Me piden que los acompañe al hospital. Mentiría si dijese por qué acepté. Pero lo hice. Espero que no me arrepienta.

Refugio etílico

No sé si es la solución. Tampoco me lo planteo. Sólo bebo. Podría estar en un bar, sería algo más "sociable", pero estoy en casa. Da asco. Huele a podrido en todas las habitaciones, hablar de orden es insultar a esa palabra y no tengo ánimo para cambiar el estado de las cosas. Ni siquiera me gusta lo que estoy bebiendo. Es güisqui o bourbon, ni idea. Sí, creo que es bourbon. Bueno, ya ni me acuerdo. Ni me importa. Tengo que hacer algo para que esto no sigua igual, pero sigo bebiendo y cambio de canal compulsivamente.
Cerré las persianas, no quiero que me vean hundirme en mi fango. Me froto los ojos, llevo más de diez horas enfrente del televisor tomando tragos mientras mi hígado aguanta estoicamente. Pero mi cerebro no tiene resistencia hepática y el alcohol se diluye en mi ser como la lluvia en el mar, sin estridencias pero con efectividad. Tal vez delire. Ahora mismo, acabo de alcanzar el nirvana: no deseo nada en absoluto. Soy una mente libre de pensamientos que sólo bebe mientras pulsa el mando a distancia de un televisor que emite imágenes a las que no presto atención.
Miro a la ventana, no recordaba que había bajado las persianas. Vuelvo a mirar al televisor. Me froto los ojos de nuevo. Me lloran, están muy irritados, no es por lástima. Miro hacia el otro lado y veo mi reflejo en el cristal de la puerta. Mi aspecto es lamentable: de nuevo con barba de meses, sin peinar el poco cabello que me queda, recostado en el sofá sin ningún estilo. Lanzo el vaso cargado de licor contra la puerta. Fallo. El cristal estalla con estrépito y el líquido se derrama por toda la pared. Sonrío desencajado. Veo mi expresión en el reflejo de la luna de la puerta. Tengo la mirada de un psicópata y la pinta de un vagabundo. Deplorable.

Saliendo del túnel

El camarero tarda demasiado en servir. Eso me impacienta. No entiendo qué cojones pasa. Ana está tranquila. Parece que no le importa el retraso. A mí sí.
Joder, Ana. Tardan mucho en servirnos. Es intolerable. Me están tocando los huevos.—
—Mira, ahí viene con tu plato.—Cierto. Ana ve a mis espaldas al camarero con un plato rectangular. Rissotto vegetal. Siempre pido rissotto vegetal cuando voy a La Petit Bretagne. Es una elección que no me cansa. El que me cansa es el puto camarero de los cojones.
Fulmino con la mirada al chico que me trae la comida. Sin pensarlo, cojo el tenedor y ataco al rissotto. Justo cuando cargo el cubierto con el arroz y las verduras, levanto la vista hacia Ana.
—¿No te importa que empiece a comer, no?—Pregunta retórica a todas luces.
—Sí, bueno, ..., eh, mi comida está a punto de llegar. ¿Puedes esperar unos minutos?—
—¿Esperar unos minutos? ¿Estás de coña? Claro que no. ¿Qué más te da que empiece a comer ahora mismo? ¿Te afecta en algo?—
—Vinimos a comer juntos. Si empiezas a comer ahora, no comemos juntos.—Ana consigue sacarme de quicio más rápido que el camarero.
Claro que estamos comiendo juntos. Yo empiezo ahora y tú ya empezarás. ¿Cómo que no estamos comiendo juntos? ¿Eres una puta loca o qué?—
—Tienes que esperar a que traigan mi comida. Un poquito de educación, por favor.—Ana también se cabrea. Estupendo.
—Pero, ¿qué clase de persona eres? Te hice una pregunta retórica. Tenías que haber dicho "no, no me importa". ¿Qué cojones dices? "Sí que me importa, sí que me importa". ¿Qué sales, de un puto zoológico de majaderos? Eres una hija de puta esnob de primera. ¡Que te den por culo!.—Creo que acabo de perder los papeles por completo. Ahora que volvía a tener una cita, que iba a volver a tener sexo, lo estropeo. Pero es verdad, ella me provocó.
Ana me tira el vaso de agua a la cara. Aprieto el cuchillo con fuerza y, por un segundo, dudo entre abalanzarme sobre ella y quedarme sentado. Opto por la calma. El restaurante está lleno. Incluso tuvimos que congelarnos en el reservado de la entrada, apiñados con otras parejas, mientras esperábamos que desalojasen una mesa. Intento autoconvencerme de que lo mejor es dejar pasar este incidente. Ya tendré ocasión de que no caiga en saco roto.

Melancolía

Creo que todos sobrevaloramos las situaciones que generan tristeza. Estoy convencido de que añoramos, por irracional que parezca, experimentar la desolación. En alguna época debí de ser feliz, pero no recuerdo que hubiese estado especialmente motivado por ello. Mi creatividad se veía coartada. El resto de mi vida fui desdichado. Así fue como me sentí y como me siento, aunque no estoy seguro de que tenga correspondencia con la realidad.
Me gusta sentir el desamor. Despierta en mí una necesidad creativa inigualable. Necesito el desamor, el rechazo, el desprecio para crecer interiormente y sobreponerme. Me gusta tener motivos para sentarme a escuchar música triste y beber un vaso de vodka mientras pienso en que no tengo ninguna obligación. Sentado en el sofá, sin más ruido que la música, con los ojos cerrados y con el vodka surfeando por mis papilas gustativas.
Puede que sea demasiado tarde para cambiar. He hecho cosas que no podré ocultar indefinidamente. Pero, lo cierto es que tengo impulsos por cambiar mi rutina de días vacíos. Ansío enamorarme de nuevo o, al menos, reconfortar mi estado de ánimo con sexo, buen sexo, claro. Lo primero es mucho más difícil de conseguir que lo segundo. No obstante, puedo conseguir ambas cosas. Soy capaz de eso y de más.
Nadie sabe lo que hice. De todos modos, percibo que mis vecinos no me miran con los mismos ojos de antes. Sí, soy consciente de que he mutado en otro ser y de que, ahora, ya no hay vuelta atrás. Quisiera cambiar todo de un golpe, pero es imposible. Veo con claridad que sólo hay dos caminos: el óbito o la continuidad. De momento, opto por seguir. Pero no sé por cuanto tiempo. Sólo yo puedo ponerme fin a mí mismo. Y no quiero que, antes de que eso ocurra, me pongan delante de un juez. Eso, jamás.

El límite

No me reconozco en el espejo. Veo mi reflejo pero no soy capaz de ver a la misma persona que veía antes, es que ni siquiera la recuerdo con certeza, sólo reminiscencias de lo que un día debí de ser. Matar no supone un problema para mí. Es algo que no me provoca ningún tipo de dilema moral. Mato y punto. Como respiro, como ando. Es natural. Para mí lo es. Y no alcanzo a comprender el momento en que dejó de ser un tabú y pasó a ser un acto rutinario.
Miro por la ventana. La gente va a lo suyo. Cada uno con sus preocupaciones. No me interesan, ni ellos ni sus rompecabezas mentales. Sólo me importa hacer lo quiero cuando quiero. El simple hecho de tener que ocultar mis crímenes comienza a molestarme sobremanera. Me encantaría asesinar cuando me apeteciese y no rendir cuentas a nadie, no tener que ocultar mis acciones. Aborrezco la sociedad, las normas y, en general, aborrezco las personas. No son dignas de vivir.
Pero, ¿por qué se despertó ese deseo de matar que jamás había experimentado? ¿Puedo frenarlo? ¿Dónde está el límite? Hasta el momento, no le quité la vida a nadie que apreciase especialmente. Para ser honesto, no le tengo afecto a nadie. Eso tampoco lo puedo explicar, porque la gente no siempre me trató mal, pero nunca desarrollé el sentimiento de cariño. Al menos, el individuo en el que me he convertido, no.
Quizás, sea yo el que sobre en todo esto. Pero, ¿quién tiene que decidirlo? ¿Quién puede determinar una cuestión tan arbitraria como esa? ¿Hay alguien más capacitado que yo para decidir si debo seguir viviendo o no, para decidir si tengo que parar de matar? No lo hay. Yo decido. Y haré lo que quiera. Yo.

Enmendando errores

No debe pasar un día. Tengo que arreglar lo que hice esta madrugada. A medianoche iré a su casa y enmendaré mis errores: eliminar huellas, limpiar la sangre y deshacerme del cadáver. Tuve un ataque de pánico y huí. Ya no. Ahora debo ser frío y pensar lo que más me conviene. Y, por supuesto, no me conviene que me cojan. No de momento.
Preparo lo que necesito: productos de limpieza, guantes de látex, un buzo, bolsas de la basura, un cepillo, un machete, una pala y cal viva. Ya casi son las doce de la noche, buena hora para no llamar la atención. Primero voy sólo con la pala al garaje y la meto en el maletero. Después, llevo el coche a la puerta de casa, lo dejo en doble fila, subo a por la mochila y me voy a casa de mi víctima. Subo al piso con la mochila con todos los utensilios necesarios para mi cometido. Sólo dejo en el maletero la cal viva y la pala.
Descuartizo a la rubia (sigo sin recordar su nombre) en la cama. Me puse el buzo, no quiero manchas de sangre en mi ropa. Cubrí con una sábana el cadáver para los primeros cortes, aunque ahora, la sangre está espesa y no fluye como hace unas horas. De todos modos, es difícil no manchar. Pongo la radio, no me apetece que los vecinos se despierten por el ruido de los machetazos. La minicadena tiene seleccionada por defecto la reproducción de cd. La música no está demasiado alta, aunque sí lo suficiente para ahogar los golpes de machete. Suena "Dark Night", de The Blasters. La cabrona tenía buen gusto.—Hot air hangs like a dead man from a white oak tree. People sitting on porches thinking how things used to be. Dark night. It's a dark night.—
Tarareo la canción, muy bajito. Ya tengo los cortes principales hechos. Mientras destrozo el cuerpo de la chica, sigue sonando el cd. No conozco todas las pistas, pero está claro que es la banda sonora de "Abierto hasta el amanecer". Qué ironía, parece que la sangre llama a la sangre. Una vez que tengo el cuerpo troceado, lo meto en bolsas de plástico. Con cuatro viajes al coche, consigo llevarme el cadáver. Después, tras cinco horas de trabajo duro, creo que he borrado cualquier señal que indicase que yo había estado en ese piso. Ahora, sólo me queda enterrar el cadáver en un traje de cal viva. Iré a la aldea, a un monte familiar. Nadie preguntará, además, con las lluvias, pronto crecerán tojos y silvas por encima. Quizás, pueda olvidarme de todo esto pronto.

AVISO (ESTO NO FORMA PARTE DE LA HISTORIA)

Aviso del autor: "Cal viva" es una historia ficticia. Aunque toma como referencia personajes reales, la violencia brutal que describe no tiene nada que ver con algún caso real. Por eso, no dejo de sorprenderme al descubrir que algunas de las búsquedas que llevan a esta página son "deshacerse de cadáveres con cal viva", "cal viva asesinato" o "cal viva para muertos". Desde luego, no es mi objetivo dar ideas para cometer delitos, sólo estoy contando un cuento, pura ficción. No hace falta ser Einstein para darse cuenta de que la cal viva provoca quemaduras, es una sustancia alcalina y sus efectos son similares a la sosa cáustica. Gracias por vuestras visitas, espero y confío en que sean porque tenéis ganas de leer.

Sangre en el bolsillo

Parece como si el techo se cayese poco a poco sobre mí. Está amaneciendo. La claridad que se cuela por las pequeñas rendijas de las persianas me permite ver con suficiente nitidez. La pintura en picado aumenta la sensación de que se me va a caer el techo encima. Por un momento me fijo en la lámpara y vuelvo a mi realidad. El techo no se cae. Noto húmeda la sábana en la que reposo, sobre todo, la parte que tapa mi lado izquierdo. Giro la cabeza con pereza y la veo allí. Comienzo a recordarlo todo. Lloro ahogando los lamentos. No hay nada que hacer ya, de nada sirve arrepentirse, pero, por una vez, siento necesidad de hacerlo.
A mi izquierda, la cama está teñida de rojo oscuro. Yace a mi vera la rubia de anoche. No me acuerdo de su nombre, creo que ni siquiera se lo pregunté. Las sábanas están empapadas en sangre. Ella, con los ojos abiertos, también miraba hacia el cielo. Está desnuda. Me fijo en que era muy bella, digna de un final mejor. Recuerdo que estábamos borrachos. Subimos a duras penas las escaleras hasta su casa, un quinto. No hubo tiempo para juegos previos, los dos queríamos sexo ya. Follamos tanto tiempo que ahora todavía me escuecen los ojos del sudor que me entró en ellos. Luego se quedó dormida. Fui a la cocina a beber agua y, al ver un cuchillo, lo tomé por el mango y regresé a su dormitorio. Sin mediar palabra alguna, le incrusté el cuchillo en la cabeza. Atravesé la piel, la carne, el hueso temporal y, finalmente, la vena yugular. No había marcha atrás. La acción fue rápida a pesar de la dureza del cráneo. Acometí con fuerza y decisión. Ella intentó gritar, o eso parecía, pero sólo fue capaz de abrir la boca, como resultado de un espasmo, y perdió el conocimiento víctima del dolor.
Al retirar la hoja del cuchillo de su cabeza, la sangre comenzó a brotar. La taponé con un trozo de tela de la sábana. No fue muy efectivo, aunque mitigó el derroche de líquido. Las sábanas cambiaron rápidamente de color. Y yo, cansado, me tumbé a su lado y cerré los ojos. Hasta ahora, poco tiempo después. Por eso lo recuerdo tan bien. No quiero recordar, quiero olvidarlo. No quiero saber por qué lo hice, ni quiero saber si lo volveré a hacer.
Ahora, me escandaliza más cómo desmarcarme de mi acto que lo que he hecho. No puedo dejar huellas. Creo que anoche no nos vio ningún vecino subir a su casa. Espero que sea así. Empiezo a vestirme, tengo que salir de ese piso cuanto antes. No sé si vive sola o no. Debo darme prisa. Me pongo el pantalón. Asiento los bolsillos. Al meter la mano me doy cuenta que están también encharcados en sangre. Saco el forro del bolsillo de la pierna derecha. Es de color granate por la sangre. No sé cómo llegó allí. Me asusta no encontrar explicación a eso. Estoy desesperado. En mi cabeza, sólo hay una idea: largarme ya. Me pongo la camisa, me calzo y me voy. La casa está marcada. Huellas, tal vez algún objeto personal, el cuchillo, ... No me importa. Necesitaba irme de ese lugar y me fui. Punto.

Muy tarde para pensar

Está oscuro, me encanta la luz azulada que hace que todo lo blanco resalte. Los ojos, los dientes, la ropa blanca, las motas de polvo, ... No sé como se llama ese tipo de iluminación, me fascina. Son las seis de la mañana, estoy en un after, no recuerdo el nombre. Hay bastante gente para lo que yo me esperaba. Apenas salgo de casa y mucho menos salgo de noche. Pero esto me trae buenos recuerdos. Sigo con la media barba, quiero que me dure algo más que un fin de semana. Tomo un destornillador en la barra. Stolichnaya con Schweppes de naranja. Miro a la pista. Me apetece bailar. Me gusta la música que suena.—Ladders and snakes, ladders give, snakes take. Rich man, poor man, beggarman, thief, ain't got hope in hell, that's my belief.—ACDC, "Sin City".
Dos chicas hacen que me anime más. Rubia teñida una, bien proporcionada y guapa. Morena la otra, con menos pecho pero suficientemente atractiva también para que me lance a bailar e intente algo más que conversar con ellas.—I'm going in to Sin City, I'm gonna win in Sin City, where the lights are bright, do the town tonight. I'm gonna win in Sin City. I'm gonna rule you baby.—Sólo puede haber pecado en la ciudad del pecado. Los 45º de alcohol del Stoli Ohranj, aunque rebajados por el refresco, ya están haciendo efecto. Es mi cuarta copa de la noche. Eso, sin tener en cuenta el vino blanco de la comida, es mucho para mí, que no acostumbro a beber alcohol. Pero la chica rubia me sonríe al verme bailar a su lado. Las dos tienen un cubata, seguramente el alcohol de mi sangre no sea una desventaja para entablar contacto.
Stoli Ohranj, lo traigo de casa.—Le espeto a la rubiaza.
¿A qué te refieres? ¿Qué es eso?.—Contesta en el mismo tono de voz que yo. El volumen de la música no permite otro tono. Al menos veo que quiere charlar. Me animo todavía más.
Digo que este vodka que tomo es Stolichnaya, Stoli Ohranj, lo mejor para hacer un destornillador. Lo ideal sería tomarlo con zumo natural de naranja, aunque éste lleva Schweppes. Lo llevo en una petaca, en los pubs no te ponen Stoli Ohranj, ..., bueno, aquí no, en Rusia supongo que sí, claro.—Ella sonríe mientras hablo. Eso es bueno.
Yo tomo ron, no me gusta el vodka.—Eso es malo.
Esto no es vodka, es Stoli Ohranj. Deberías probarlo para saber de lo que hablo. ¿Quieres probar?—Sonríe y, tras dudarlo unos segundos, accede con un gesto afirmativo.
Le acerco el vaso y bebe un pequeño sorbo. Lo saborea. Me mira y ríe a carcajadas. Pongo cara de incredulidad, pero algo me dice que lo estoy haciendo bien. La amiga morena ya no está a nuestro lado. Fantástico.
Es alcohol puro con algo de naranja. Es fuertísimo. ¿Cómo te puede gustar esto?.—
Claro que me gusta. Deja un regusto inconfundible. ¿No lo notas?.—Ataco. Directo a sus labios. Ella no tiene la suficiente agilidad mental para repelerme. Una vez la estoy besando, se entrega. Sabía que esto iba bien. Estoy muy desentrenado, pero el vodka ha cumplido con su parte.
Estamos demasiado excitados los dos. Nos besamos y nos sobamos como dos animales en celo. Tenemos que buscar otra ubicación para no limitarnos. Lo estaba deseando, pero ella se adelanta:
¿Qué tal si nos vamos a mi casa? Ya es muy tarde.—Cada vez me gusta más esta tía. Me lee la mente. Hace mucho que no me desahogo. Ella pagará los platos rotos.
Nos vamos, entre caricias, en busca de su piso. Me vio mucha gente esta noche. Mi media barba no me deja pasar desapercibido, aunque ella no hizo ningún comentario al respecto. O le gusta o va demasiado borracha como para fijarse. Yo sólo tengo una cosa en mente. Es muy tarde ya, muy tarde para pensar.

Media barba

No logro evitar pensar que soy el centro de atención. Elegí un afeitado peculiar: medio lado de la cara con barba, medio sin ella. Creo que todo el mundo se fija en mi aspecto. Puede ser que simplemente sea un problema de presuntuosidad. Desde luego, me vanaglorio de mi imagen, de hecho, fui yo el que decidió que fuese tan llamativa, aunque ese no era el fin último. Afortunadamente, ahora estoy corriendo por el Paseo Marítimo, no caminando. El tiempo que le doy a la gente para que se deleite con mi afeitado es más bien poco. No me gusta que me miren.
Estoy realmente cansado. Creo que apreté demasiado el ritmo al principio de la sesión. Otra vez. tengo que parar. Apenas he recorrido dos kilómetros y ya no puedo seguir, necesito un alto. Hace calor, más que nunca. Calculo que no baja de 30º C. Decido detenerme a la altura de la fuente de los Surfistas. En esa parte del paseo, hay un mirador que permite contemplar las tres playas de la ensenada: la del Matadero, la del Orzán y la de Riazor. Me apoyo en la barandilla de piedra y observo el mar, la arena y la gente. Me seco el sudor que se me acumula alrededor de los ojos mientras pienso que toda esas personas son tan despreciables como yo, no hay ninguna mejor. Puede que alguna viva en el desconocimiento, rodeadea de un mundo imaginario de dioses, de santos que le salven con una plegaria, pero yo sé que eso no existe. Lo sé porque hago lo que quiero y salgo impune. Si hubiese algo tan trascendental como un dios, no permitiría que yo viviese un segundo más. Y creo, realmente, que no hago nada malo, la maldad sólo es una invención del hombre social para darle seguridad a su mundo, una forma de evitar que el ser humano se comporte como lo que es, que dé rienda suelta a sus instintos. Yo soy el hombre. Revivo la esencia de los pusilánimes que no se atreven a vivir la vida como debe ser vivida. Yo soy la respuesta, la liberación. Yo soy libertad. Ellos son represión. ¿Por qué no puedo matar cuando es oportuno? En tal caso, la pregunta sería por qué no debo, ya que está claro que puedo, y lo hago.
El único sentimiento provechoso es el amor. Bajo su influencia pienso que la gente no puede matar. Pero el estado natural del humano es el odio, necesario para sobrevivir. El amor atonta. Hace mucho que no siento amor. Lo quisiera sentir de nuevo, aunque no lo lograré.—Decí, por Dios, qué me has dao, que estoy tan cambiao, no sé más quién soy. El malevaje extrañao, me mira sin comprender... Me ve perdiendo el cartel de guapo que ayer brillaba en la acción. No ve que estoy embretao, vencido y maniao en tu corazón.—Canto. "Malevaje", un tango imponente. El amor llena pero debilita.—Ayer, de miedo a matar, en vez de pelear me puse a correr... Me vi a la sombra ofinao; pensé en no verte y temblé... ¡Si yo, que nunca aflojé, de noche angustiao me pongo a llorar!. Decí, por Dios, qué me has dao, que estoy tan cambiao, no sé más quién soy.—No sé más quién soy, no sé más quién soy ...

Puesta a punto

Doy asco. Me miro al espejo y sólo veo a un desconocido. Tengo el poco pelo que me queda bastante largo, la barba sin arreglar desde hace tres meses y unas ojeras interminables. Quiero mejorar mi aspecto un poco para poder pulular entre la gente sin llamar la atención. Calculo que desde hace tres meses sólo salgo para comprar lo imprescindible y para ir a correr al Paseo Marítimo. Nada más. ¿Para qué más iba a salir?
Mientras me afeito, escucho "Stuck in the Middle" de Stealers Wheel. Me anima. Rebajo la barba con la maquina de cortar el pelo, pero no es suficiente, no deja un apurado perfecto. Necesito emplear la cuchilla. Tengo la piel de la cara muy sensible, la dermatitis crónica que padezco pruduce una escamación casi continua y, con la mínima fricción de la cuchilla, se enrojece.
—Well, I don't know why I came here tonight. I got a feelin' that something ain't right. I'm so scared in case I fall off my chair and I'm wonderin' how I'll get down those stairs. Clowns to left of me, jokers to the right, here I am stuck in the middle with you, stuck in the middle with you.—Canto mientras me miro al espejo al pasar la cuchilla. Ya me he hecho unos cuantos cortes sangrantes en la cara. Las gotas de sangre se mezclan con la espuma de afeitar cuando no corren hasta el final de mi barbilla. Me gusta ver como caen desde mi cuerpo al agua apozada en la pila del lavabo. El ruido es minúsculo y luego se diluyen en el agua perdiendo poco a poco su color rojo y enturbiando su nuevo entorno.
No tengo demasiado pelo en la cabeza, así que siempre ando rapado al uno. El único sitio donde puedo innovar es la barba.—Well, you started off with nothing and you're proud that you're a self-made man and your friends they all come crawling slap you on the back and say please, please.—Esta vez sólo me afeito el lado derecho de la cara. Dejo el lado izquierdo con un vello facial perfilado y trazo una línea de afeitado en el centro de la perilla: a un lado pelo, al otro piel. Sé que no voy a pasar desapercibido como pretendía, pero sí voy a estar a gusto.
Recojo con el dedo índice sagre de un corte cerca de la comisura del labio y me pinto dos líneas horizontales en los pómulos. Es un dibujo parecido al que utilizan algunos jugadores de fútbol americano, sólo que éste es de color granate y el de ellos, negro. Sonrío. Estoy fantástico. Hoy va a ser un buen día. Lo presiento.

Pasado por agua

No podía quedarme en casa sin hacer nada. Necesitaba algo más. Me duele la pierna, pero estoy otra vez en el Paseo Marítimo, corriendo bajo la lluvia. Llevo la ropa habitual: una camiseta de atletismo, un pantalón corto muy fino, las zapatillas amarillas —con remiendos en los laterales— y calcetines de caño corto. A esto, añadí una sudadera de algodón, pues la brisa parece polar y pensaba que me podía ayudar a soportar mejor la lluvia. De hecho, así fue, pues, cuando paró de llover, mis manos estaban congeladas y, tras recogerlas en los puños de la sudadera, entraron rápido en calor.
Ahora, camino desde hace diez minutos. Estoy muy cansado. Sigue el dolor en mi pierna izquierda y perdí el fondo que tanto tiempo me había costado ganar. A la altura del Playa Club, un chubasquero con patas se gira fugazmente y me sonríe. No tengo ni idea de quién es, creo que es chino, pero no lo vi bien. Me adelanto a él. No obstante, una mano tira de mi brazo izquierdo. Miro a mi lado y aparece el mismo individuo.
—"Pardón", esta prenda, ¿dónde la compraste?—Es mulato y su acento francés es muy marcado. Lleva un chubasquero azul claro sobre uno verde. Destacan en su cara una serie de verrugas en las mejillas. Le da un aire a Morgan Freeman.
—En Declathon, una tienda de deportes.—
—Sí, es francesa como yo. Yo soy de París.—Empieza una conversación que se prolonga en el tiempo mientras no llego al Millennium, pues tengo el coche aparcado al lado. Hablamos de la emigración, de los gallegos, de la India, del Paris Saint-Germain, del Deportivo, del racismo, de los nazis, ..., y de lo que hace aquí en A Coruña: está en el curso de entrenadores de fútbol que imparten en el antiguo I.N.E.F. Galicia.
A pesar de que parece buena gente, Michel, que así se llama, no es coherente en algunas apreciaciones. Parece que no está en sus cabales. Tiene salidas que me dejan perplejo y que interrumpen las conversación de modo brusco.
—Tu amigo de París es "inyeniero".—Dice sin venir a cuento de nada. Sí, tengo un amigo en París, Chema, pero no es ingeniero, es camarero. Le corrijo y le explico la realidad. Pero más adelante, vuelve a darle su toque de locura al diálogo:
—Tu "coshe" es ese. Un deportivo "asul" muy bonito.—No pregunta. Está afirmando. No entiendo nada. No insisto. Lo dejo pasar.
Seguimos hablando hasta que llego a la altura de mi coche y le digo que me tengo que ir. Con todo, paramos de hablar porque llega un coche en sentido contrario. Conduce un anciano, de unos setenta años. Los vehículos que circulan en el sentido correcto le increpan con pitidos e insultos. Él ni se inmuta.
—Así que vienes los "jueve" a las "osho" a correr, ¿no?—Michel es demasiado raro para ser real. Deja de prestarle atención a lo que está pasando delante de nuestras narices y sigue con su tema.
¡Eh! ¿Estás loco?—No parece que el viejo loco me haga mucho caso. Aún así, cruzo hasta la medianilla y sigo gritando.
El anciano frena y da marcha atrás. Así, unos cincuenta metros hasta llegar a la rotonda del Millennium. Vuelvo a la acera atónito. Michel sigue impasible.
—Mira, Michel, aquí vengo a correr cuando me da la gana. No tengo horario. Ahora, me tengo que ir. Chao.—Tengo demasiados amigos, no necesito uno más. Y para locos, ya estoy yo.
—Bueno, "bian", "ata" otra "ves".—No se puede negar que sea francés.

El despertar

—Hipócrita, sencillamente hipócrita. Perversa, te burlaste de mí. Con tu savia fatal me emponzoñaste y sé que inútilmente me enamoré de ti.—El sonido del teléfono vuelve a sobresaltarme. Estaba casi dormido sobre un sofá lleno de polvo escuchando un bolero de Los Soberanos. En la sala, sin apenas luz a pesar de ser las cinco de la tarde, destaca la pantalla de cuarzo líquido del fijo. Tardo unos diez segundos en incorporarme, aclarar mi visión y descolgar.
—¿Sí? ¿Quién es?—Hace tres meses que no me llama nadie. Tres meses de soledad voluntaria, viviendo en un piso con las ocupaciones de respirar, dormir, comer y ensuciar. Ni siquiera tengo ganas de aventurar quién puede ser el desafortunado que ha perturbado mi sueño.
—¿Qué pasa, guapo? Cuéntame cosicas.—Pedro.
—No hay mucho que contar.—Vuelvo a mirar la hora. Me sorprende que sean las cinco de la tarde; no sé por qué, pero me sorprende.
—Igual, me voy por ahí dentro de unos días. Hace mucho que no paso por Galicia y así os hago una visita a todos. ¿Sí o no?—No tengo ganas de hablar. Ni con él. Es como si me acabase de despertar de un letargo.
—Mira, Pedro, ahora no es el mejor momento. Te llamo por la noche, ¿vale?—No lo voy a llamar.
—Vale, tío, tranquilo. Hablamos por la noche fenómeno. Vaya con Dios.—
—Y que a usted le dé suerte.—Un guiño quizás suavice mi negativa a charlar.
Hago un gran esfuerzo —todavía tengo los brazos entumecidos— y alcanzo el interruptor, lo justo para posar un dedo en él y encender la luz de la sala. Las persianas permiten que a las cinco de la tarde la sensación sea la misma que a las tres de la madrugada. Es un día con marchamo de noche. Me froto los ojos y me tumbo otra vez. Sólo pienso en la pereza que me supone espabilarme. Vuelvo a frotarme los ojos con desgana. Giro levemente el cuerpo y me incorporo en el sofá. Flexiono las piernas con lentitud y me incorporo mientras lamento los avisos que me dan mis músculos. Decido ir hacia mi habitación. Tardo más de lo habitual en llegar a la ventana y subir la persiana unos centímetros. Miro hacia afuera. Nada que ver.
Decido darme una ducha. Necesito una ducha. Conecto el reproductor de mp3 al hilo musical. Selecciono la carpeta de pasodobles taurinos interpretados por la Orquesta Municipal de Madrid. Suena "Gallito". La melodía me produce una sensación de alegría que combate mi aletargamiento. Bailo al son del pasodoble con una compañera imaginaria. Al superar el lateral de la bañera con mi pierna izquierda, siento un dolor punzante e intenso en la rodilla. Estoy a punto de caerme. Flexiono de nuevo la rodilla y vuelve el sufrimiento. Permanezco inmóvil. No entiendo por qué está pasando esto y eso, el no tener el control de la situación, me inquieta, me incomoda sobremanera. Estoy furioso, muy furioso.

Desidia

La sala huele mal. Un olor molesto que no sabría clasificar inunda mis fosas nasales. Hace calor, no me extrañaría que estuviésemos a 30º C. Estoy recostado en el sofá y miro la tele con desidia. Llevo puesta la misma ropa que ayer y que anteayer—excepto los calzoncillos y los calcetines—, una camiseta gris de promoción de Fanta y un pantalón de chándal azul, de mercadillo, de mala calidad. Cambio el canal por inercia, no le presto atención a nada en especial. Bueno, sí, quizás, me paro un poco más en una película de John Cusack y Kevin Spacey. Se trata de "Medianoche en el jardín del bien y del mal", dirigida por Clint Eastwood. Ya la había visto, pero me entretiene. Hace tres días que no me afeito. Desde la pasada semana luzco una perilla rectangular que va desde el labio inferior a la base de la barbilla. Ahora, prácticamente se confunde con la barba de tres días que me proporciona un aspecto de dejadez fiel a la realidad. Pienso en mi situación actual, en el motivo de que esté así. Sin trabajo, sin amor y puede que sin salud—cada vez considero con mayor firmeza que mi mente no funciona bien—. No hay perspectivas de futuro, de hecho, no hay presente. Vivo el hoy como si ya formase parte del ayer. Estoy muerto, pero sigo respirando. He perdido el contacto con mis amistades. En el último mes, me he limitado a cancelar todos los compromisos que había acordado y he rechazado todas las propuestas para tener algo de vida social. Mi vida se ciñe a dos escenarios: mi casa y el paseo marítimo. Pero algo rompe el estado catatónico en el que me encuentro: suena el teléfono.
—¿Sí?—Pregunto con incredulidad; no estoy acostumbrado a que me llamen, desde hace un tiempo, no.
—Soy Cris, cuánto tiempo, cielo.—Cris. Joder, esto sí es inesperado.
—Sí, mucho.—Ella y yo fuimos pareja durante un año y cuatro meses. Me dejó por otro, aunque Cris lo expuso de un modo en el que yo pareciese el cabrón de turno, justo al revés de lo que ocurrió.—¿Se puede saber por qué llamas? Coño, podría haber muerto y no te habrías enterado. ¿Qué cojones quieres?—
—Cuanto rencor, Anxo. ¿Aún me odias? No me vengas con esas ahora, no tengo ganas de discutir.—Increíble, me llama y pretende exigir actitudes. Zorra.—Llamaba para saber algo de ti. Te apetece ponerte a la defensiva o, tal vez, quieres hablar como dos viejos amigos, como personas civilizadas.—
—Quizás, seamos de civilizaciones diferentes, porque, en la mía, a las mujeres como tú, se les llama putas o putas de mierda, que es lo que tú eres. Si esperas algo más de mí, vas lista.
—Ya veo. Penoso. Sabía que no lo habías superado, lo que no sabía es que todavía fueses más patético que antes.—
—Debido a que esta conversación me aburre profundamente y no me sirve para otra cosa que para malgastar mi precioso tiempo, voy a dar por finalizada nuestra comunicación.—Y cuelgo.
El teléfono vuelve a sonar. Dejo que se canse, pero vuelve a sonar. Hasta cuatro veces más. Supongo que es Cris. No voy a descolgar. Que se joda. La odio. Las mujeres guapas se creen poseedoras de un halo que les otorga el don de la corrección. Piensan que todo lo que hacen responde a un afán de buena fe que yo, sinceramente, no logro percibir. Creen que su cara bonita les permite hacer lo que quieran, carta blanca para todo tipo de decisiones. Craso error. No obstante, Cris no me inspira ganas de matar, como podría haber ocurrido. Me sorprende, pero lo cierto es que ahora no tengo sed de sangre. Tengo ganas de escuchar música, de escuchar algo bueno de verdad. Pongo Carlos Santana, "Evil Ways", perfecto.

Paseo nocturno

Durante unos minutos, puedo ocultarme de mis pensamientos. Me evado de la realidad en la noche. Me dejo llevar, otra vez. Son las tres y media de la madrugada y el Orzán está repleto. Demasiada gente, demasiado ruido, confusión. Apostaría mi vida a que el ochenta por cien de los coruñeses que veo están borrachos. Sonrío. Inconscientes. Ajenos a mi presencia. Ellos no saben que ni siquiera yo sé de lo que soy capaz.
Esta noche, había salido con unos amigos y, ahora, estoy de regreso, camino a casa. Todos nos fuimos dispersando poco a poco. Visto una camisa entallada azul celeste con cuello italiano, un pantalón gris oscuro con raya, unos zapatos negros clásicos y, para protegerme del rocío, una chaqueta de cuero negra. Miro a la gente con extrañeza, quiero ver su reacción al percibir mi presencia. No es que no esté agusto con la ropa que llevo, sino que no me encuentro cómodo con mi pinta. Al afeitarme esta tarde, decidí dejarme bigote, un bigote sin mucho espesor, plagado de pelos rubios, más claros que el poco pelo que me queda en la cabeza. El contraste de tonos y mi vestimenta me hacen pensar en mí como en un mafioso eslavo, eso es lo que creo. Pero la gente no se percata de nada.
Cambio de ruta. en vez de seguir por Juan Canalejo, decido dar una vuelta por el Paseo Marítimo. Me siento agresivo, sin deseos de nada en concreto, aunque sí con ganas de tener actividad física. No puedo soportar el calor que hay en mi interior, así que desabrocho la chaqueta. Llego al paseo. La brisa que viene del mar satisface mi necesidad de sentir frescor en la piel, algo que calme mi ansia por desahogarme. Camino a un ritmo acelerado, nadie lo hace tan rápido a esta hora. Apenas se ve gente en el paseo. En vez de dirigirme hacia mi casa, cambio de rumbo de nuevo y voy en dirección a la Domus.
Con la mente en blanco, me acuerdo de los Blues Brothers y su versión de "Gimmie Some Lovin'". Canto sin elevar en exceso la voz y silbo cuando no interviene el solista en la música. Ya pasé la Casa del Hombre, estoy en As Lagoas. En frente del reloj de mano gigante de la plaza, hay una rampa por la que se puede acceder a la orilla del mar—una pequeña cala y rocas que bordea el paseo hasta cerrarse el camino a la altura del Aquarium Finisterrae—. Bajo. La miopía me impide estar seguro, pero creo distinguir una pareja intimando en un apartado, sobre las rocas. Me da igual. No voy a cambiar mi recorrido por ellos. No tengo las gafas de sol de Jake Blues—John Belushi—, pero voy a hacer como si no los hubiera visto, seguiré mi camino.
Al pasar al lado de ellos, no puedo evitar mirarlos de reojo. La situación es muy violenta. Nos separan menos de dos metros y el chico, que está encima de su pareja, me mira con desprecio. Con la respiración entrecortada me recrimina mi actitud:
Lárgate, mirón. Que te den por culo.—Bastaba esto para que yo estallase. Me detengo, paro de cantar y le miro fijamente.
—¿De qué vas? Yo voy a lo mío. ¿Te haces el chulo con tu novia, eh? Que te den por el culo a ti, hijo de puta.—Si quiere problemas, yo también.
—Déjale, tío, ¿no ves que va borracho? Olvídalo.—Las recomendaciones de la novia, amiga o lo que quiera que sea la chica con la que folla no impiden que mi nuevo enemigo interrumpa el coito, se suba los pantalones y me presente cara. La mujer se aparta y se respalda en una roca.
—Hay que joderse, el puto mostachín quiere tocarme los cojones. A ver, mamón, a ver si ahora sigues dando el coñazo.—Dicho esto, el individuo se abalanza contra mí. Por su forma de moverse, es fácil deducir que está ebrio. Lo esquivo sin dificultad y con el codo le doy un golpe seco en el costado izquierdo. Cae al suelo.
—Mamón. Te voy a moler a hostias.—Se incorpora de nuevo y trata de embestirme. Ahora, las posiciones son inversas a las de la situación anterior. El mar está a mi espalda y soy consciente de ello. Cuando lo tengo casi encima, me aparto y, aprovechando la inercia de su movimiento, lo empujo, dándole un impulso suficiente para que se precipite al mar. Debe haber unos cinco metros. Las rocas que sobresalen en el agua y el oleaje es muy fuerte. El chico grita, pero sólo lo oimos dos. Tras hundirse en el mar, sale a flote, pero ya no se mueve. Su novia también grita.
—Cállate joder. Él se lo buscó. Calla puta.—No es que sea un hacha calmando a la gente.
Ella está muy cerca del precipicio. No puedo dejarla escapar. Me acerco a su posición y ella se levanta. No tiene salida, es el mar o yo. Elige luchar conmigo, pero es muy tarde. Apenas logra avanzar unos centímetros en mi dirección. Me agarra con fuerza, pero consigo ponerle la zancadilla. Aunque me siga agarrando, una vez en el suelo, está perdida. Le doy dos patadas en el costado con la mayor fuerza que puedo. Luego hago lo mismo con su cabeza, después piso su cara compulsivamente unas seis veces. Está aturdida. Sólo me queda tirarla al mar. Y lo hago. Miro hacia arriba. No hay curiosos en el paseo. Vuelvo a caminar, ahora hacia mi casa, y vuelvo a cantar "Gimmie Some Lovin'".

Noche en El Colonial

Otra copa más y me pierdo. No bebo. Eso digo siempre. A veces, no obstante, hago excepciones. Esta noche es una de ellas. Tilo, con la novia en Madrid, me ofreció un plan que, debido a la ausencia de alternativas, tuve que aceptar. La verdad es que me apetecía volver a probar la noche ferrolana, pero no con el entusiasmo de otras veces. Me dejo llevar, de nuevo. Dos chupitos de licor-café tras la cena y ya voy por el cuarto cubalibre. Demasiado para mí, ahora, en mi etapa abstemia. Antes era distinto, no mejor.
El Colonial tiene un ambiente aceptable. Hay bastante gente, pero todavía se puede bailar. El pincha está borracho y enlaza reggaetón con pop ochentero inconsciente del pecado musical que comete por segundos. A Tilo y a mí nos da igual, hemos salido a pasarlo bien, sin presiones y sin exigencias. Mi amigo va vestido con su estilo habitual, ropa oscura, no llamaría la atención en ninguna parte. Por una ocasión, yo voy acorde a Tilo. Visto un pantalón de lycra gris con finas rayas blancas, una camisa estampada de cuello París con una tonalidad más clara y unos zapatos clásicos negros con un tacón prudencial. Me dejé barba de una semana, arreglada, desde luego, y, por qué negarlo, me encuentro seguro de mí mismo, contento con mi aspecto. Conversamos de todo, pero sobre todo de mujeres. Bebemos Brugal con cola. Parece la noche normal de muchos, por fin. Hace unos veinte minutos unos comerciales conocidos de Tilo se acercaron y charlaron con nosotros. Nada interesante. Me gusta el local, aunque me parece repulsiva la apariencia de uno de los dos camareros. Ambos están disfrazados de Tarzán, pero uno no lleva más que el traje de leopardo y su aspecto me resulta desagradable. No sé por qué, pero no puedo evitar sentir asco al mirarlo.
Necesito ir al servicio un momento. Me excuso con Tilo—a nadie le gusta quedarse sólo en un local lleno de gente repartida en pequeños grupos—y me voy al lavabo. Al llegar, me encuentro con otro tío esperando. Curiosamente, el servicio de mujeres está vacío.
—Non hai cola no das mulleres e no dos homes si. Equivoqueime de país.—Mientras hablo me doy cuenta de que mi interlocutor está borracho.
—Y el de dentro lleva media hora. A ver, que é pra hoxe.—Grita con la mirada enfocando la viga situada a mi derecha. Al instante, el pinchadiscos se abre paso hacia el servicio entre nosotros dos. Hacia el servicio de mujeres.
Espero impaciente a que alguno de los dos lavabos quede libre. Primero se libera el de hombres y entra el muchacho que estaba aguardando su turno antes que yo. Tras unos minutos, también sale el deejay del de mujeres.
—Puedes ir a éste. Si no hay nadie ...—Me ofrece el servicio de chicas. Lo acepto sin dudarlo.
Dentro, permito que se relaje mi vejiga y observo mi facha en el espejo. Es cierto, tengo que estar satisfecho con mi aspecto. Apenas tardo dos minutos en cumplir el trámite. Al salir, sorpresa. Hay cuatro mujeres a la espera.
—Lo siento. Vi que el deejay entraba aquí y para una vez que está libre el de tías ...—No puedo terminar mi relatorio de disculpas. La segunda chica de la cola avanza hacia mí mientras hablo y me agarra por los biceps. Sonrío alucinado. Es rubia, un poco más baja que yo, labios carnosos, ojos saltones, algo caderona, guapa sin excesos y viste una blusa de corte oriental que marca bien sus pechos. No hay queja.
—Estás buenísimo.—Se limita a decir eso. No sé qué responderle. No buscaba rollo y me coge desprevenido. Lo primero que hago es separar sus manos de mis brazos. La miro de forma condescendiente, casi paternalista. Sonrío de nuevo. Ahora, sólo pienso en irme de allí, darle largas a esta chica—no sé por qué no aprovecho su predisposición, ¿estoy loco?—, volver a la zona de baile y seguir con la noche tal y como se estaba desarrollando.
—Gracias, gracias, gracias.—Acierto a decir. Me voy sin más ruido. No tardo en contarle lo sucedido a Tilo que, ya con la chica cerca de nosotros, me anima a que vaya a por ella. Me niego. Está fuera de lo que yo esperaba de esta salida nocturna. Provoca incomodidad en mí el simple hecho de pensar en tener que liarme con esa tía. No está mal, sin embargo, no me encuentro con ganas de intentar nada con ella. Tilo no comprende mi actitud. Yo tampoco. En el pub suena "19 de noviembre" de Carlos Vives. La noche debe terminar como siempre.

Consultas con la almohada

Son las cuatro de la madrugada. Abro los ojos de vez en cuando y puedo ver una tímida luz verde que atraviesa la tela del pañuelo que tapa el reloj del radiodespertador de mi habitación. No consigo conciliar el sueño. Me acosté a las dos y media. Vi una película, "Payback", de Brian Con Helgeland. Ya la había visto, pero me gusta y no me importó repetir. Sin trabajo, no tengo exigencias de horario. Me encanta esa tonalidad azul—todo es mejor azul—posible gracias a que Helgeland decoloró la cinta, pues no le permitieron rodarla en blanco y negro. Sensacional idea. La trama, la historia de un superviviente milagroso que busca una venganza justa, permite el lucimiento de Mel Gibson—que aprovecha para evidenciar que hasta los malos pueden dar lecciones de moral—. Me fui satisfecho a la cama. Cansado también. Creía que el sueño podría aparcar mis preocupaciones hasta la salida del sol. No pudo.
Tengo un sabor pastoso en la boca. Cené lomo a la plancha con patatas fritas. Me lavé bien la boca, pero quedó un regusto como la mancha mental que se instaló en mi cabeza desde que me salpiqué con la sangre de otros. No hay forma de dormir. Vuelvo a abrir los ojos. Todo sigue igual. Mastico sin nada en la boca, procurando eliminar ese maldito sabor que me atormenta—en realidad, eso no es lo que me agobia—, pero no soy capaz.
En la radio suena música, cómo no. Elbicho, "Parque Triana". Desamor. Ya no alcanzo eso. Ni siquiera recuerdo el amor. Quizás, en un tiempo lejano, en mi vida hubo amor. Un sentimiento que me resulta familiar, pero al que no le pongo cara, ni cuerpo, ni correspondencia.—Yo me mantengo, con las pocas cosas que yo tengo, con los pocos sueños que yo sueño, con las pocas cosas que me dabas tú—. Quiero llorar y mis ojos están demasiado secos para hacerlo. Los abro de nuevo. Sin cambios.—Tengo en el recuerdo alguna cosa, las pocas cosas que me dabas tú—. Apago la radio. Tal vez así duerma. Sin confusiones, sin clasificar sentimientos, sin compañía, sin ti, pero ¿quién eres tú?

Drogadictos

No hay aparcamiento en la plaza de Cuatro Caminos. Voy a probar en la estación de autobuses. Llueve como no recordaba. El termómetro marca ocho grados y, al contrario de lo habitual, se corresponde con la sensación térmica. El ventilador del coche evita a duras penas que se empañe el parabrisas. Me impaciento, pero, sorprendentemente, hay un sitio antes de llegar a la estación de autobuses. Aparco. Llevo paraguas, pero me mojo un poco al salir, es inevitable. Estoy a dos minutos de El Corte Inglés. He tenido buena suerte al encontrar este aparcamiento.
Es tarde para ir a comprar. Son las ocho y cuarto. Sólo tengo tres cuartos de hora para dar con un cinturón de mi agrado y que no sea demasiado caro. Primero quiero ir a C&A, me dijeron que hay cintos por seis euros. Entro por las puertas de la calle Ramón y Cajal de El Corte Inglés. Cierro el paraguas y me quito la parka. La bocanada de aire caliente que me recibe me sofoca. Me entran ganas de desnudarme, pero puedo controlarme. Cruzo el pasadizo que une Cuatro Caminos con El Corte Inglés y entro en C&A. No es difícil dar con los cintos. Lamentablemente, sólo hay seis modelos de caballero y los dos que me gustan me quedan cortos. Me voy desganado. En El Corte Inglés hay más variedad. Quiero uno negro con hebilla plateada, simple, sin extravagancias, que se pueda combinar con todo y, sobre todo, adecuado para pantalones negros. Hay como doce modelos que cumplen los requisitos. Pero, ..., ¡increíble! La primera etiqueta que miro es de un Dustin—marca de El Corte Inglés—, algo de calidad media, de imitación a piel, y vale 28 euros. ¿Están de coña? Sigo mirando. Emidio Tucci: 30 euros. Calvin Klein: 38 euros. Paso. Estoy de mala leche. Además, ya casi son las nueve. No puede ser que me quieran tangar así. A otro pringado quizás, a mí no. Ese Dustin pronto estará en Altamira a tres euros. Me voy.
Al salir por los soportales de la calle Alcalde Pérez Ardá, topo con una escena desagradable. Una pareja de drogadictos alcanza a una señora y le piden dinero. La señora se niega. Le insultan. La señora se va, pero ahora me toca a mí. Avanzo con la confianza del que se sabe caballo ganador. No quiero malgastar mi saliva con estos dos pordioseros.
—Oye, tío. Dame algo pa dormir.—La chica da asco. Es morena, delgada, fea, lleva coleta, tiene los dientes podridos y granos en la cara. Me encojo de hombros y les muestro las palmas de las manos con los brazos en postura de crucifixión.
—Por favor, señor, no tenemos donde dormir.—El chico es más educado. Tiene el pelo corto, una rasta tras la oreja derecha, delgado y también con los dientes podridos.
—Non levo nada, de verdá, tío. Non teño cartos, non tiña nin pra mercar.—Miento. Nunca miento y ahora sí. Joder. Me han echo mentir por no partirles el cráneo. Putos drogatas. Aún así, no parece convencerles.
—No me jodas, tío. Ten un poco de decencia, ¿nos vas dejar tiraos en la puta calle con un día así?—La mujer insiste, pero no va por buen camino. ¿No tienen donde dormir? Los cojones. ¿Y el albergue de San Roque? Igual es demasiado poco para estos capullos. Que vayan a una puta iglesia, para eso las querría Cristo, ¿no? Que duerman en una iglesia, cabrones de mierda. Estos no nacieron pobres, yo sé lo que digo.
Sigo andando. La chica carga saliva y escupe nada más la supero con mi paso. No sé si me dio con el escupitajo, pero creo que eso pretendía: no darme y que yo lo dudase. Ya comprobaré mi parka cuando llegue al coche. No debo envenenarme ahora. Hay poca gente, pero son las nueve de la noche de un lunes en Cuatro Caminos, en la salida de El Corte Inglés. No puedo matarlos, pero me gustaría. Mierda de día.
Salgo de los soportales. Abro mi paraguas y cruzo la calle. Silbo la melodía de "Rayito de luna", un bolero de Los Panchos. Sonrío. Tengo que calmarme. Aunque llueva. No es el momento. Ahora, no.

Una mujer en Afganistán

No entiendo cómo puedo sentir este frío en A Coruña. Aquí, dentro de la Carpe Diem, es otra cosa, pero hace un momento creí que se me congelaban las manos. Llevo unos diez minutos charlando con Uxío. Entre una cosa y otra no lo veo desde hace casi un mes. Dice que su trabajo no le deja apenas tiempo para los amigos. Por mi parte, también he tenido bastante ajetreo últimamente.
Uxío sufre una hernia discal que le impide participar en nuestras, antes, habituales pachangas. Dice que el dolor no remite, pero confía en que, con tratamiento adecuado, la progresión le lleve de nuevo a practicar fútbol. Con dolor o sin él, tiene buena cara y eso me alegra a mí también.
Llega la camarera y Uxío pide una Bass, yo, Fanta Limón. A él le gusta la tostada inglesa y la acompaña de una ración de chorizos al vino. La camarera no tarda en servir la bebida y, mientras esperamos su ración, nos ponemos al día de nuestras vidas.
—¡No me digas que vas a comprarte otro móvil! ¿Cuántos van ya, siete?—No puedo evitar la pregunta al verle ojear un catálogo de teléfonos móviles.
—Sólo es curiosidad, me gusta conocer las novedades. La verdad es que no me acuerdo de cuántos móviles tuve.—Ríe—¿Vas algo al fútbol últimamente? Dicen que contra el Alavés dieron pena, yo no lo vi.
—No, no dieron pena. Marcaron a la contra, fue un fallo de marcaje el primer gol. Dio el pase Jandro el del Celta. El Dépor no dio imagen de poder remontar, le falta crear ocasiones, se acerca sin peligro. Me gustó mucho Iago, ese chaval es bueno, el mejor del Fabril.—Tras resumirle la pasada jornada en la que el Alavés, colista, venció 0-2 en Riazor, bebo un trago de Fanta. Llega la camarera con los choricitos.
—Es que el Dépor tiene un desastre de ataque, menos mal que llegó Arizmendi.—Uxío interrumpe su explicación y mira hacia el televisor del bar. En los informativos hablan del plan de armamento atómico de Irán—Seguro que los americanos ya se están frotando las manos, una excusa perfecta. Si no les diese tantas complicaciones Irak ...
—Irán con bombas atómicas no es más peligroso que Estados Unidos sin ellas. Mira las masacres que hace con cada invasión militar en busca de la paz, sea bajo su bandera o sea con el nombre de la O.N.U. o de otros aliados por delante. Serbia, Afganistán, Irak, Somalia, ... Y eso sin contar con las masacres que permite y cómo mantiene el sistema mundial de ricos-pobres para el que nosotros colaboramos activamente. Que yo sepa, sigue siendo igual de malo ser mujer en Afganistán. Quizás, los únicos beneficiados por Bush fueron los kurdos de Irak, pero no los de Turquía.
—Joder, qué asco me da Bush y toda su tropa. Se van a cargar todo con su prepotencia. ¿Te imaginas? Sus decisiones trascienden más que nunca, la globalización, Anxo.—Uxío vuelve a hundir su mirada en el catálogo de móviles.
—Ser mujer en Afganistán, nacer con el destino grabado en la piel. Eso a los americanos les da igual, apoyaron a los talibanes para frenar a los comunistas, ahora les atacan. Y nosotros estamos en la cuerda floja. Nunca me creí lo de la guerra fría, pero esto me está preocupando. Los políticos de los países del llamado por Bush "Eje del mal" están casi tan desequilibrados como la administración yanki. No hay que esperar nada bueno en breve.—Uxío y yo seguimos dialogando de geopolítica durante un buen rato. Ambos coincidimos en nuestros posicionamientos. De vez en cuando, pierdo mi mirada en las mesas del fondo, pero sin fijarme en nada en especial. Pienso en mis problemas, en mis dos cadáveres, en su transcendencia real en un mundo que amenaza con autodestruirse. Con los dedos de mi mano derecha recorro el relieve de mi cadena plateada y muestro gratitud con mi gesto ante los razonamientos de Uxío.
Tras hablar, sobre todo del futuro incierto de la especie humana, durante una hora, mi amigo y yo dejamos el Carpe Diem. Chocamos las manos, nos despedimos entre chistes y cada uno retoma el camino hacia su casa. Este encuentro me ha tranquilizado. Me siento libre de un peso moral que me impedía pensar nítidamente. Cada vez tengo más claro que el hombre es una escoria evolutiva que hace tiempo que ha empezado el declive, queda lejos su clímax como especie. Su destino inevitable es la autodestrucción y, con ella, probablemente, la de toda la Tierra. Y, desde esa perspectiva, observo mis crímines, si es que lo son, y los suavizo en mi mente, llevándolos a la categoría de meras anécdotas. ¿Qué importa que hayan muerto?
Cojo el reproductor de mp3 y me pongo los auriculares. Lo enciendo y selecciono "Qué sabes tú", un bolero cantado por Lucrecia. Subo el cuello de mi forro polar y sonrío. Paso por delante de un vagabundo que pide en una esquina de la Ronda de Outeiro. Le miro sin modificar mi paso. La música no impide que oiga lo que dice cuando lo supero. Hijo de puta. Eso dijo. Me doy la vuelta y le recrimino su actitud. Discutimos por segundos. Lo desafío con el gesto. Acto sin respuesta. Prosigo con mi caminar. Hasta para pedir hay que valer. Pero, ¿qué importa todo?—¿Qué sabes tú lo que es llorar igual que un niño? ¿Qué sabes tú lo que es pasar la noche en vela? ¿Qué sabes tú lo que es querer sin que te quieran? ¿Qué sabes tú lo que es tener la fe perdida? ¿Qué sabes tú si tú no sabes nada de la vida?

La hora de la comida

Un Mesón en el Ensanche B. No me fijé en el nombre del local, no me importa. A duras penas, nos ubicamos alrededor de una mesa de madera lo suficientemente grande para que podamos comer todos en ella, aunque sea apretados. Bromeamos, hasta Pablo. Parece que, con el tiempo, se le pasó el cabreo. El reloj ya marca las cuatro y media de la tarde. Las tripas me cantan pidiendo ingerir algo de una vez. Por fin llega el camarero y posa las primeras viandas en un cutre mantel de papel. La vajilla, a juego con la protección de la mesa: ajada y estallada.
—¿Eso qué es? ¿Un centollo?—Pregunta Delia intrigada por uno de los integrantes de la mariscada que se marca el Carca.
—No, es un buey de Francia. El nombre engaña, es de Galicia. Es un crustáceo como el centollo, pero ves que tiene la concha plana—vaya palabras para explicarle a una argentina— el centollo tiene picos. Además, las pinzas del buey son mucho más grandes. A mí me parece que su carne es más sabrosa, pero es más difícil de coger buceando en las playas a cinco o seis metros. El centollo es otro cuento.—Toma lección de marisqueo para una hermana del otro lado del Charco.
—Yo creo que no voy a probar nada de eso. Sería un desperdicio. A mí no me gusta. Espero que no les parezca mal.—Asentimos con la cabeza y nadie pone reparos a la decisión de Cintia. Delia, no obstante, disfruta del marisco como todos.
Chistes y risas entre bocado y bocado. Al final el día salió bien. Nos despedimos con afecto y camino de vuelta. A mí me toca regresar a A Coruña con Pablo, el chaval que estaba de enhorabuena, pues necesitaba hacer unas gestiones la mañana siguiente y su coche le había dado un susto. Dice que quiere llevarlo al taller antes de atreverse a hacer más de dos kilómetros sin que se lo revisen.
Acabamos de dejar atrás Pontedeume, posiblemente, en la época de fiestas locales, el lugar del mundo con más bares por metro cuadrado. En la radio suena Marc Anthony, concretamente "El último beso". La canción me trae recuerdos amargos, en la boca saboreo desamor. Con todo, no puedo dejar de apreciar la belleza de la melodía y de su letra. Pablo no parece muy conforme con la música. Yo no le hago caso y canto en tono bajo, pero canto:
—El último beso que puse en tus labios todavía lo siento. Me diste un abrazo y, con el rostro triste, me dijiste adiós. No pude aguantarme y, al verte llorando, tuve que llorar. Y pasaron los años, muchos, muchos años y no sé dónde estás. No sé si eran tuyas, no sé si eran mías, lágrimas probé. Lágrimas amargas que humedecieron mis labios cuando te besé...—Pablo me interrumpe con un vocativo:
—Chiño, chiño, para un poco, tío. Baja un poco el volumen de esa porquería.—Le hago caso.—Vale, te conté lo de Tilo, ¿no?
—¿Lo de Tilo? No, no sé de qué cóño me hablas. Lo que pasó, pasó y nunca te olvidé. Lagrimas lloré, la vida no es color de rosa.—Sigo con "El último beso".
—Yo me había liado con Sandra, ¿te acuerdas?—Le digo que sí con la cabeza.—Ya sabes que entonces no tenía novia, pero no quería que lo supiese Ayita. Tilo no lo sabía y anteayer surgió el tema de Sandra y, para chulearme un poco, le dije que me había tirado a esa tía. Julio alucinó. Estuvimos vacilando y hablando de coña y le pedí que fuese una tumba con lo que habíamos hablado. Pero, cuál es mi sorpresa que, al día siguiente, Ayita me sale con lo de Sandra, que por qué no se lo había dicho. Es increíble, el secreto le duró un día. Le pedí explicaciones y él me dijo que tuvo que contárselo a Ana, porque, entre ellos no hay secretos, que esas son las normas de la pareja.
—Claro, esas son las normas. Cuando un colega tuyo se lía con una tipa, ese pavo sale de tu círculo de confianza. ¿Entiendes? Me refiero a que si realmente te importa que la chorba no sea La Voz de Galicia con patas tienes que poner límites y el límite es no contarle nada que no quieres que se sepa a tu amigo. Eso es así. Todo el mundo lo sabe.—Le aclaro al Carca.
—Mentira. Eso no lo sabe nadie y os lo acabáis de invertar el Tilo y tú. Si le confías un secreto a un amigo, sigue siendo un secreto. Y punto. Es un cabrón. Un cabrón y un falso.—Noto como Pablo vuelve a mirar al frente. No parece que nada que pueda decirle le lleve a cambiar de pensamiento. Aún así, insisto:
—Las cosas no son como tú te crees. Eso ya lo sabías, fue un error tuyo, joder. Si no quieres que tu ja sepa con qué tías te acostate, no fardes de eso por ahí. Hay pituquis a las que lo les gusta esa mierda. Es más, yo creo que a mí tampoco me haría puta gracia enterarme que mi ja anduvo de piltra en piltra follando con medio barrio.
—Tú no tienes novia, Chiño. Que lo sepas.—Me da duro, donde más duele. Pablo también sabe ser cabrón.

Fiesta en Ferrol

Lo entiendo, pero me cabrea. Al fin he conseguido aparcar, en la calle Sol, en lo alto de la cuesta. Está a unos cinco minutos de la casa de Pablo, pronto estaré ahí. Me apresuro en llamarle para advertirle de mi llegada. Busco el móvil en vano en los bolsillos exteriores de mi abrigo. Estoy nervioso. Son las tres y diez y él quería que llegase a las dos y media. Busco el teléfono en los bolsillos interiores de mi prenda y lo encuentro—menos mal—en el derecho. Llamo al Carca. Dejo que suene más de lo habitual, soy culpable. Así me siento y escucho el tono unas diez veces hasta que se corta la llamada. No coge el teléfono. Joder. Me enfado profundamente, aunque tenga su punto de razón, Pablo debería contestar. ¿Y si me pasara algo, si hubiese tenido un accidente en el camino a Ferrol? Ya me jodió el día esta chorrada. Joder.
Mientras me maldigo mentalmente, atisbo el portal de Pablo. Llamo al 3º derecha. Me abren sin preguntar. Perfecto. Parece que todos estamos cabreados hoy. Subo las escaleras de madera tras encontrar el interruptor que acciona la luz. Los pasos son de madera vieja y, cada vez que piso, siento crujir suavemente el suelo. Tarareo la canción "Dark Of Matinee" de Franz Ferdinand hasta que pulso el timbre de la casa de Pablo. Se oye ruido en el interior, pero no logro identificar las voces. Se abre la puerta. Es Pablo.
—Las tres y veinte.—Conciso y desagradable.
—Ya sé. Lo siento. De todos modos, tú podrías haber contestado mi llamada, podría haberme pasado algo en el camino, ¿No crees?
—No.—Está claro que está cabreado.
—De puta madre, esto sí que es un recibimiento cojonudo. Pues, felicidades cabrón.—Le doy mi regalo como si se tratase de ropa sucia.
—No empiecen ya. Déjenlo, por favor. Chiño, por favor.—Ayita reclama paz.
—Gracias. Tiene razón ella. Vamos a procurar llevarnos bien.—Pablo relaja el gesto, tiene voluntad para evitar que su enfado vaya a mayores. En la radio de la casa del Carca, suena "Where Are We Runnin'?" de Lenny Kravitz. Doy un pase de baile y muevo el cuello al ritmo de la música. Entro en la sala. Allí están Tilo, Ana, Guille, Carolina y dos chicas que no conozco pero que supongo que son Cintia y Delia. Saludo con un leve movimiento de cabeza a mis amigos.
—Hola, a vosotras no os conozco. Yo soy Anxo.—Me acerco y beso una de las desconocidas. Ambas son muy guapas, de tez morena, ojos marrones, aunque una tiene el pelo teñido de un castaño rojizo y la otra, negro.
—Yo soy Cintia. Encantada.—Dice la morena. Sonrío y beso a Delia—por eliminación ha de llamarse así—, que es más alta que Cintia y también más alta que yo.
—Yo, Delia. Encantada igualmente.
—Y ahora que ya están hechas las presentaciones, ¿vamos a jalar a La Vaca esa?—Me impaciento.
—¿Vamos a comer? Los cojones vamos a comer. Ahora ya buscaremos otro sitio, porque ahí es imposible.—Vuelve la mirada desafiante a la cara de Pablo.
—Vale, se levanta la tregua. Menos mal que no llueve.—Me hago a la idea de la fiesta de cumpleaños que me espera. Salimos por la puerta como si fuésemos a un velatorio. Nadie dice nada. Nadie excepto yo.—Where are we runnin'? We need some time to clear our heads. Where are we runnin' keep on working til we're dead? Where are we runnin'? Ooo wee ooo wee oo. Where are we runnin' now?

De nuevo en el paro

Tres días, sólo tres días. Esperaba que mi nuevo trabajo fuese algo más duradero, aunque fuese un contrato por obra. Yo no tuve nada que ver en el fin de la relación contractual. La empresa para la que trabajaba necesitaba reducir costes, había contado con mis servicios por falta de personal, pero paradójicamente, si no lograba aumentar el volumen de su facturación debería deshacerse de trabajadores. Eso fue lo que pasó, fallaron los acuerdos con varias factorías y yo me veo ahora desempleado. Otra vez.
De nuevo, todo en tiempo del mundo es mío. Estamos en navidad y vivo solo. Tiempo, frío y, al contrario que todos los años de mi vida, sin lluvia. Esas son mis posesiones. Y amigos. Sin familia, sin trabajo, sin pareja y con dos muertos en mi conciencia, sin apoyarme en ellos, sería complicado sobrevivir a la nochevieja. 29 de diciembre de 2005. Hoy es el cumpleaños de Pablo. Puede ayudarme a digerir la noticia de ayer. Quizás, olvide por unos minutos que me he convertido en un asesino, en un tipo agresivo que cada vez tiene menos escrúpulos para actuar según le plazca, en alguien que reprobo, que no comprendo que forme parte de mí y que, a la vez, acepto sin pedir las explicaciones que merece. Creo que me estoy volviendo loco y, lo peor del caso, que soy consciente de ello.
Ya estoy casi listo para ir a Ferrol a casa de Pablo. Me pongo un abrigo clásico de tres cuartos gris oscuro que me regalé estas navidades. Me miro al espejo. Sonrío. Me doy palmadas rítmicamente en las mejillas, como aquel antiguo anuncio del masaje Williams. Mientras me preparo para irme a la fiesta de cumpleaños escucho "Fly Me To The Moon" de Frank Sinatra. Camino por casa bailando con el paso, a tono con la canción de Blue Eyes. Cojo el móvil y marco el número de Pablo.
—Hola, Chiño. ¿Qué tal?—Contesta Ayita, su novia.
—Hola, Adriana, voy para ahí. Llegaré sobre las dos y media. ¿Muy tarde?
—No, loco, está rebién. Qué bueno que vengas. Así podés conocer a las amigas de Argentina que vinieron estas navidades de las que te hablé, Cintia y Delia.
—Vale, tengo curiosidad por conocerlas. Dime Ayita, ¿está el Carca por ahí?
—Y claro, ahora te lo pongo. Nos vemos, Chiño.
—Chao, Ayita.
¿Qué?—Pablo, siempre tan cordial.
—Felicitacione bambino, igual me tienes por ahí a las due e media. ¿Prace?
—A ver si vienes un pelín antes, que queremos ir a La Vaca Argentina a darnos un atracón de carne de la buena, Chiño, ¿podrás?
—Lo intentaré, pero no te prometo nada. Teño que facer unhas cousas antes de ir,—esto lo digo para justificar mi más que posible retraso a pesar de no haber motivo específico—e sabes que aínda non aprendín a voar. Intentaré estar, sino, empezar sin mí, aunque sea muy duro perderse al puto amo.
—Inténtalo, estaría bien a las dos. Te esperamos, Anxo.
—Vale, fenómeno, ya te digo que lo intentaré. Chao.
—Chao, Anxo.
Vuelvo a mirarme al espejo. Sonrío y repito el ritual de las palmadas. Cambio de corte en el disco de Frank Sinatra. Ahora suena "It Had To Be You".

De compras en Cuatro Caminos

Me equivoqué. Hace demasiado frío para ir vestido así. Llevo puesta una camisa negra de un tejido sintético tan suave como fino, un pantalón de lycra gris oscuro y unos zapatos negros sin cordones de imitación de piel. Como único abrigo, visto una levita negra que, aunque luce mucho, no me ampara de los dos grados que soportamos los coruñeses en el atardecer de hoy. Las bajas temperaturas de estos días son extraordinarias en esta ciudad. Anoche escuché en La Rosa de los Vientos que el cambio climático que está acelerando la acción del hombre provocará una subida progresiva del nivel del mar y éste se tragará varios kilómetros de costa, quizás, media Coruña.
Son las seis de la tarde y ya casi es de noche. En la calle Ramón y Cajal se respira la navidad de El Corte Inglés. Las luces del centro comercial iluminan medio barrio de Cuatro Caminos. La gente se amontona en las aceras dispuesta a gastar compulsivamente. Yo no voy a comprarle nada a nadie. Vivo solo, desde que mis padres regresaron a Suiza, nadie me regala nada y correspondo esos detalles. Mi intención es ir a C&A y encontrar una camisa de pana azul con estampado blanco que vi en el escaparate la semana pasada. Es original y me gusta. De hecho, me gusta todo lo azul, aunque detesto la pana, pero haré una excepción. Necesito una de talla tres, ojalá la haya.
Paso por los soportales de El Corte Inglés de la calle Ramón y Cajal. El aire acondicionado se nota desde fuera. La gente va muy arreglada por esta zona, acorde con el olor a perfume que también se puede sentir desde el exterior, no en vano la sección de perfumería y cosmética de El Corte Inglés está a unos metros de mi situación. Me río. Es paradójico ver mi calma y como los transeúntes se estresan por comprar, por tirar su dinero. La mayor parte de sus adquisiciones no son para ellos, sino para otras personas, qué locura.
Entro en Cuatro Caminos Centro Comercial. El aire acondicionado también actúa aquí, pero nada que ver con la gran área contigua, se puede respirar. Me abro paso entre los clientes de la navidad. Avanzo hasta la entrada de C&A y compruebo que la camisa sigue en el escaparate. Perfecto. Estoy contento y canto mientras busco una de la talla tres:
—Miña tía era solteira pero casou co viño. Criticábaa a familia, criticábana os veciños polo tempo que botaba coa botella nos fociños. A miña tía así finou, bebendo todo o que lle petou, non reparaba na calidade nin se paraba na cantidade.—Mientras entono "Miña tía" de Ca Lúa, encuentro lo que busco. Voy al probador, que está vacío. En dos minutos, me convenzo de que esa camisa es lo que necesito. Me dirijo a la caja. Casi es imposible hacerse camino entre los estantes de ropa y la gente. Llego a la caja. Afortunadamente, aquí tampoco tengo que esperar.
—Son 11,90 euros, señor.—Me atiende una chica de unos veinticinco años, 1,70 de estatura, delgada, morena de solárium y muy maquillada. Es guapa, el maquillaje le hace un favor. Me sorprende al decirme el precio, es menos de lo que esperaba.
—Pero, ¿cómo? No entiendo. ¿11,90? En la etiqueta marcaba más.—Soy gilipollas.
—Sí, pero está de oferta caballero.—¿Caballero? ¿Dónde coño vio mi montura?
—Ah, vale. Por mí, estupendo. Pero mejor sería que tuviese el precio correcto en algún lado, ¿no?—Actitud poco comprensible, pero me jodió lo de caballero y sigo en mis trece aunque el perjudicado sea yo.
—Mire, señor,—otra vez jodiendo—, no sé qué decirle. El código de barras marca este precio. Si no está conforme, págueme la diferencia.—Sonríe. Puta gracia que me hace. Pago con malos modos, cojo la camisa y mascullo:
—Puta de mierda. Tendría que follarte y luego arrancarte la garganta con mis propias manos para que dejases de escupir babosadas. Puta.
—¿Perdón? ¿Está hablando conmigo?—La dependienta no escuchó, por fortuna, lo que dije, pero por su mirada intuye que no es un piropo.
—No. Sólo estaba cantando. Una canción de Ca Lúa. ¿Los conoce?
—No, la verdad.
—Bo nadal e feliz aninovo.
—Igualmente, caballero.
—Puta—.Vuelvo a insultarla para el cuello de mi camisa.

La torniqueta

Cholo, Berto, Juan, Uxío y yo. Atrás queda ya mi primer día de trabajo. Todo fue bien. Compañeros amables, jefes ausentes, un desempeño llevadero y un horario razonable. Espero que siga así por muchos años. Ahora, toca relajarse. Estamos los cinco amigos reunidos en Perillo, en una parrillada a la que solíamos ir Uxío, el hermano de Juan y Cheché. Tanto Cheché como el hermano de Juan no nos pudieron acompañar hoy, los echaremos en falta, lo pasábamos bien, al menos yo, con ellos de comensales. Todos, menos Juan, son adoradores del churrasco. Yo me presto a la ocasión. Me gusta el churrasco, aunque no a su nivel.
Las primeras bromas llegan por mi calzado. Mientras esperábamos en la barra, Berto no pudo evitar fijarse en mis zapatillas Adidas azules de plástico. Su brillo es intenso, parece que son un tubo de neón azul. Nos metemos con las pintas que llevamos cada uno de nosotros, peculiares como mínimo. Una vez en la mesa y con la carta en la mano, comienzan las discrepancias.
—A mí no me apetece churrasco. Creo que voy a pedir pescado. Lenguado a la plancha, tal vez. A lo mejor, lubina al horno.—Juan sorprende.
—Vamos a ver, Juan. ¿Llevas un minuto entre nosotros y ya das problemas? Esto no funciona así. Esto es El Gaucho Díaz. Aquí se come churrasco. Uxío va a pedir por todos, como siempre, tiras de churrasco de cerdo o de cerdo y de ternera, una menos que el número de comensales, un chorizo criollo por barba, patatas fritas, ensalada, pan, vino y agua. Así va esto.—Trato de que Juan no se cargue la liturgia de este tipo de cenas.
—Y gaseosa.—Juan pone la puntilla. Asentimos con la cabeza.
Me había olvidado de la gaseosa. En unos segundos, el camarero aparece para cubrir la comanda. Pide Uxío y Juan, que no está conforme del todo, sigue dando la nota:
—¿Hay mollejas o riñones?—El camarero niega sin decir palabra. Todos miramos contrariados a Juan. Finalmente, parece cómodo con el pedido.
Las anécdotas se hacen las dueñas de la cena y la comida se convierte en una mera excusa para charlar y reírnos un poco de nosotros mismos. Entre risa y criollo, Cholo nos habla de un amigo suyo que dice haber encontrado la forma de proporcionarle el mayor placer posible a una mujer.
—¿A una mujer? ¿A mí qué me importa eso? Quiero disfrutar yo, para eso están las mujeres.—Berto.
—Créedme, ese colega que tengo es un friki de cojones. El tío frecuenta los ambientes menos recomendables de la ciudad y, la verdad, el cree que descubrió la pólvora. Según él, tienes que meterle una mano en la vagina y otra en el culo y con un dedo de cada mano presionar hacia dentro hasta que la presión la note en la toda la zona intermedia, ¿entendéis? Le llama la torniqueta.—
—Pues sí que está jodido el pavo ese. La torniqueta. Ja, ja, ja.—Empieza Berto a reírse y le seguimos todos.—Seguro que se lo dijo una puta y se quedó con el sistema, pero no creo que tenga esos resultados que él supone.
La cena finaliza con un postre que multiplica la cuenta y pone a prueba nuestra capacidad estomacal. Pagamos a partes iguales y nos despedimos. La torniqueta. Parece algo sencillo, nada del otro mundo. Por muy pirado que esté el amigo de Cholo, puede que esa táctica dé resultado. Quién sabe. La torniqueta. Tiene gracia hasta el nombre: torniqueta.

Otra vez en A Coruña

Ni Keila consiguió que me olvidase de mi segundo ¿asesinato? Yo no lo hice con alevosía, era cuestión de su vida o la mía. Podría referirme a ello como una muerte accidental. Sí, así lo haré. También fue accidental lo que ocurrió en O Ventorrillo. No puedo culparme por accidentes, desgracias azarosas, pero tampoco logro olvidar. Quizás, correr, como estoy haciendo ahora mismo, me ayude a eliminarlo de mi mente. En el regreso a Galicia, traje a Ana y Ayita. Las dos me notaron extraño, eso decían. Mañana, comienzo en mi nuevo empleo. Todo debe volver a la normalidad. Me esforzaré en que así sea. Antes quemaré un poco de adrenalina en el Paseo Marítimo.
Ahora sólo puedo ver baldosas verdes, marfiles, granates; baldosas. Farolas rojas. Gente que corre, que pasea. Luces de semáforos. Coches. Las olas rompiendo y muriendo en la arena. Y Bob Marley suena en mi cabeza. "So Much Trouble In The World". Su ritmo es demasiado lento, pero me adapto a él. Cada golpe de bajo, una zancada. No llevo walkman, no me hace falta. Conozco de sobra esta melodía.—So much trouble in the world, so much trouble in the world—. Cada paso es un triunfo. Necesito correr, necesito quemar adrenalina y, sobre todo, necesito olvidar. Anoche, en La Rosa de los Vientos, debatieron sobre la hipótesis que explica que Jesucristo sobrevivió a la crucifixión y se refugió en Cachemira hasta que murió a una edad avanzada. Aún me queda más de la mitad del recorrido de ida. Y tengo que volver al coche.
El sudor me molesta en los ojos. Tengo las cejas muy pobladas, pero no basta para frenar el líquido que expulso desde mi cuero cabelludo y evitar que entre como misiles salados en mi cavidades oculares. Es una sensación desagradable. Me froto como puedo con las manos, también empapadas en sudor, pues el que libero en ellas se junta con el que llega de mis brazos. Lo único que consigo es que me piquen más. Escupo. Es la tercera vez que escupo en el último minuto. Es por costumbre, realmente no debería escupir, mi garganta está lo bastante seca como para hacerlo de nuevo. Pero vuelvo a escupir. Siempre procurando no darle a nadie ni que el escupitajo caiga en su camino. Regurgito una flema y otra vez.
Me duelen las plantas de los pies. La suela de mis zapatillas Levi's amarillas es muy fina y, además, está tan gastada que siento el relieve del suelo golpearme cada vez que piso. Los salientes de las baldosas se me clavan como puñales. Llevo un ritmo de zancada muy fuerte, me estoy fatigando sin motivo. Voy a tener que parar contra mi deseo.
Se cruza realizando el camino opuesto al mío un anciano que me encuentro cada vez que corro por el paseo. También cruzamos las miradas. No nos saludamos, pero al mirarnos mostramos una señal de respeto, como reconociendo nuestra presencia y admirando cada uno el esfuerzo del otro. Él cojea de la pierna derecha, viste un chándal azul marino y un chubasquero azul. Protege sus manos y su cabeza con guantes y un gorro de lana negros. Se nota en su gesto que la caminata le produce dolor. Mi gesto, honestamente, creo que es mucho peor que el suyo. Supongo que tengo la cara desencajada, colorada por el frío y con algo de baba en los bordes del labio que siento que me quedó tras escupir repetidas veces. No puedo más. Paro de correr. Ahora camino, pero en dirección al coche. De nuevo hacia el Millenium. Mañana tengo que empezar en mi nuevo trabajo, así que no me voy a pasar la víspera.